Diario de un excursionista por Shawka [Ruta y fotos]

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Diario de un excursionista por Shawka [Ruta y fotos]

¡En buen momento presté mis oídos a estos que se consideran amigos y que con sutilezas me encomendaron a ejercitarme! Lo cierto es que la gravedad iba laceando las carnes y esto, que antes era un adonis, se iba convirtiendo en un botillo del Bierzo. Y como no me veo en un gimnasio, pues soy más como cabra que tira al monte, no dudé ni un instante en buscar quehaceres montañosos o al menos lejos del tufo humano. A esta altura del párrafo no es necesario que excuse mi falta de empatía por el ejercicio o a la actividad en general, por lo que esta decisión supuso un auténtico laurel a mi ímprobo deseo de lograr cierta gallardía.

Aconteciese esto como aconteciera, allí me encontraba un amanecer de octubre a los pies de una ladera altísima, tan alta que parecía que la cima debía ser una antesala del Olimpo. No dudé en pertrecharme adecuadamente. Me calcé mis botas Panama Jack, que tanto tiempo habían permanecido en el ostracismo, unos pantalones cortos que se criaron junto a las botas y una camiseta que se salvó por los pelos de una limpieza de armario. La gorra la adopté en Begur, durante un veraneo preciosísimo que me recordó a aquellos felices sesenta de películas edulcoradas en tecnicolor.

De porte tan andrajosa se me ocurrió presentarme a mi bautismo montañero, un mísero respeto a la madre Tierra que ya me encargaría de subsanar en un futuro.

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Quien no sabe es como quien no ve y yo, bien podría aludir a los kilómetros por recorrer, al desnivel total-y-relativo o a la dureza del terreno. De poco serviría cuando mi ignorancia es tremendamente descomunal en los que pedregales, senderuelas, atajillos y cárcavas dejaban de ser una sencilla palabra escrita y se convertían en piedras afiladas, caminos desaparecidos o palmeras deshojadas bajo un sol injusto.

Así que el destino, que no es otra cosa que desentenderse de la libertad de las decisiones, me llevó hasta Shawka con río, embalse y monte del mismo nombre. Tenía que ser una ruta sencilla, amistosa, un primer contacto con la rudeza paisajística de estas tierras ásperas y duras como el lomo de un camello.

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Mi sorpresa fue mayúscula cuando lo que tenía que comenzar como una aventura alpina se convirtió en una tortura hecha de escalones de cemento que se elevaban hasta el infinito.

No voy a relatar el ascenso pues tendría que aludir a las miles de palabras malsonantes que expelí entre jadeos y continuos descansos. Aquello me recordaba a mi paseo con mi amigo Qin Shi Huang por la Gran Muralla, con sus pendientes tremendas y escaleras pertinaces. En aquella ocasión los dos también terminamos rendidos y extenuados.

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Si llego a vaticinar que era alpinismo y no un mero paseo lo que me esperaba esa mañana, hubiese tomado una banderita para colocarla en la cima. Pero ya bastante era que podía acarrearme a mí mismo hasta semejante altura: un grandísimo paso para el hombre que no supuso absolutamente nada para la humanidad. En fin.

He de reconocer que tocar cumbre, aunque fuese a trescientos metros de altura, supuso un éxito inconmensurable. Yo ya me reconocía acólito de Amundsen, Livingston o Cristóbal Colón. Desde aquella cúspide pétrea se podía contemplar una cordillera inmensa de laderas estériles que seguro albergaron una exuberante vida no hace muchos millones de años. A veces parecía como si la Tierra hubiese creado estas fauces afiladas a modo de oscuros colmillos.

Pasear por el cordal tiene sus ventajas, la brisa fresca, la ausencia de molestos vecinos y el silencio sólo interrumpido por el trino de algún pájaro que mi ignorancia no reconoce. El sonido de las pisadas se hace más ruidoso, o así me lo parece, un cras cras al arrastrar los pies por el sendero. Uno intenta pasar desapercibido cual monje budista y si pudiese levitar lo haría para que nada interrumpiese esa paz. Pero claro, para eso me tendría que haber quedado en casa, que es la única cosa que se puede hacer para no molestar a esta tan dolida Tierra.

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Qué brisa, qué silencio, qué paz. Un momento dulce en el que descargo a mis amigos de toda culpa por obligarme a sacar a paseo mis lorzas. Una cañada indica el eventual paso de torrentes que más tarde se harán arroyos para crecer en ríos que dan al mar. Jorge Manrique tuvo buen tino al comparar eso de la muerte con las cosas del agua.

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Sé de buena tinta, y mejor papel, que en caso de que uno sea capaz de perderse en estos días, la mejor manera es bajar, tomar un cauce y seguirlo, que con certeza se llegará a su fin aunque con la incertidumbre de saber si esto es malo o peor. Y es por este motivo que abandonando los cerros, nos adentramos en el vallejo reseco y aún más caluroso de un wadi repleto de guijarros. El sol en estas circunstancias aprieta pero no ahoga; la brisa hacía tiempo que había desaparecido y en su lugar un resol tórrido emanaba del suelo. Unas palmeras inertes advertían del destino de los imprudentes que, como ellas, habían emulado a Dédalo quemando el sol sus recias hojas y dejando su tronco adusto como un majano para aviso al caminante.

El paso se hace cansino, los guijarros, que por fortuna ya han sido domados y presentan formas lisas y redondeadas, son pequeños campaniles al tropiezo de nuestros pies que ya arrastran el yugo del cansancio y que me recuerdan a cada paso que uno empieza a no estar para estos trotes.

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Qué bien decía Machado del destierro de Cid. Yo sería alguno de los doce que le acompañaba, seguro. Con el ciego sol, la sed y la fatiga. Polvo, sudor y hierro. Vuelvo a odiar a mis amigos.

En estos momentos se pierde la lucidez, se desvarían los sentidos y el gps del teléfono ya no sirve de nada porque el discernimiento que lo entendía se quedó un poco más atrás tomando un descanso del que nunca se recuperaría. La ruta desapareció como de repente, así, sin más. Ahora un poco de bullicio humano hubiese estado bien. La visión del cadáver de la palmera y del lecho del río achicharrado sólo me vaticinaban malos presagios. Aunque siempre hay pequeños milagros que normalmente pasan desapercibidos pero que en algunas ocasiones se presentan para ser observados. Y es que un paisano más avezado nos venía a la zaga y no le tomó demasiado darnos alcance y seguir su camino sin ni siquiera prestarnos atención. La inteligencia de los patos al nacer la hice mía y no vi mejor solución que seguir a ese congénere aunque nos llevase a los avernos.

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Y como suele ocurrir en otros pasajes de la vida, el final, lejos de ser memorable, no dejó de ser un tanto mezquino en tanto que llegamos a un insulso embalse donde la algarabía de las familias se escuchaba a lo lejos. Ni trompetas ni laureles. Nadie se dio cuenta del triunfo, igualmente hubiera ocurrido de haberse tratado de un derrota.

Esta primera experiencia en las montañas emiratíes me insufló de un estímulo iracundo el cuál aún no me ha abandonado y temo, por el contrario, que se va extendiendo.

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Mapa Interactivo de la ruta

Consulta en este mapa interactivo de GoogleMaps  Vivir en Dubai / Shawka, si quieres repetir la ruta de S.Guerra